Siempre he querido tocar el alma de aquellos a quienes he querido,
y la carne me ha parecido el camino más directo.
Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.
Siempre he querido tocar el alma de aquellos a quienes he querido,
y la carne me ha parecido el camino más directo.
Hace ya algún tiempo, me pasó algo -algo no muy bueno- que cambió mi vida para siempre.
No voy a dar los detalles concretos porque, en realidad, podríais coger como ejemplo cualquier inconveniente cotidiano y absurbo que vivais vosotros.
Pero lo que sí os contaré es la conclusión a la que llegué después de todo el proceso:
que me voy a morir.
Y que, en realidad, no sabemos, no tenemos una consciencia plena en relación al hecho inexorable de la muerte.
Sí, es verdad: hablamos de ella, hacemos chistes e incluso a veces sentimos su aliento -poned aquí el complemento que queráis, yo estoy muy habituada a ello debido a mi profesión- cuando observamos cómo se cierra el ataúd, entre cipreses y crisantemos, sobre la cara de algún allegado random.
Con gesto muy, muy circunspecto.
Pero no, no llegamos a concebir el hecho cierto de la muerte.
De otro modo, ¿cómo se explica que sigamos aquí haciendo el gilipollas, recorriendo el mundo sin salirnos ni un pasito del camino que ya han marcado otros, pagando hipotecas, diseñando brillantes carreras profesionales, sintiéndonos culpables cuando no llegamos a fin de mes?
La culpa.
¿Cómo se explica entonces la culpa? ¿Y la piedad? ¿Cómo es posible que, si lo único que nos ha sido dada es esta existencia infinitamente efímera y frágil, dediquemos un sólo segundo de nuestra vida a sentir que hemos fracasado? Pero sí precisamente el hecho de que estemos aquí y ahora es un triunfo: nuestro único puto triunfo.
El resto, simplemente, está por escribir.
Podemos ser cualquier cosa que queramos: filósofos, anarquistas, ciclistas, carpinteros, asesinos en serie. Podemos follarnos el mundo de cabo a rabo, ponerlo todo del revés, destruirlo todo y comenzar de nuevo. Podríamos caminar, si de verdad lo deseamos, sobre la mismísima tumba de los reyes.
O intentarlo, al menos.
Al fin y al cabo, ¿a quién debemos rendir cuentas? ¿A los tiranos? ¿A los jueces? ¿A nuestros maestros y padres? Todos van a morir. ¿A la democracia, a las leyes, a las buenas formas? Morirán con nosotros. Y con nosotros, nuestra absurda manía de rendirnos cuentas a nosotros mismos.
Se cierra finalmente el círculo. Propongo, pues, que adelantemos acontecimientos: ya nadie nos mira, salvo las estrellas. Y a las estrellas, sinceramente, les importamos muy poco. Poquísimo.
Así que liémosla muy parda. Tan parda como sea posible.
Incluso más.
Porque el mejor regalo que nos ha hecho la vida es la muerte.
Y la certeza de que nadie, absolutamente nadie, se acordará de nosotros.
Dicho de otro modo: seamos.
Tenemos la coartada perfecta.
Un sitio sucio, bullicioso y antiguo. Aquel rincón era como mi segunda casa. El olor a café recién hecho de los pequeñitos puestos que daban a la calle y el constante vaivén de los trenes se mecían en mi mente como si de una nana se tratase.
Recuerdo que iba y venía de aquel sitio como si fuera mi faro.
Cómo si cogiendo aquellos trenes... el destino supiera que me dirigia hacia el lugar indicado.
Hacía un frío atronador, a todas horas. Siempre corría un viento gélido que me helaba los pensamientos.
Y a pesar de ese frío que me paralizaba los huesos, mi corazón no dejaba de latir con una cálidez particular.
Coger aquel tren era como arroparse por la mañana al despertar. Era como si la vida me estuviera acariciando las mejillas con dulzura.
Me gusta pensar que existe, quizá escondida en lo más profundo de nuestro ser, una versión más hermosa y mucho más libre de nosotros mismos. Un retrato de plenitud de todo lo que podríamos llegar a ser y aún ni siquiera atisbamos a conocer.
Me gustar imaginar que en el futuro todos los caminos son posibles. Los que ya conocemos y todos los que aún quedan por transitar.
Me gusta imaginar que sigo cogiendo trenes que me llevan a sitios secretos todos los días. Que el viento intenta tumbarme pero mi alma sigue aferrada a la humanidad incluso hasta de rodillas cual guerrero en mitad de un combate.
Me gusta imaginar otros finales posibles en los que tú y yo y el mundo contamos la historia de una forma diferente.
Porque esto es siempre así, ¿no?. Sólo podemos reflexionar desde la distancia, comprender mientras nos lamemos las heridas, establecer las conexiones cuando ya ha sucedido todo y por lo general todo se ha ido a la mierda.
O cómo coño es.