No aparece cuando puedes encuadrarlo cómodamente en tu vida, entre el trabajo y el gimnasio, las vacaciones y el postgrado. Tampoco llega encarnado en la persona que imaginabas, sino en otra muy distinta que le echa hielo al café con leche y eso hace que de entrada te caiga fatal. No será el momento. No estarás receptivo. Te cogerá lejísimos en transporte público. Tendrás otras prioridades, como ponerte en forma en solo en seis semanas, recorrer el Sudeste Asiático o el oral del First Certificate al día siguiente.
Siempre he envidiado la capacidad de la gente para pasar página. La mayoría de las personas son capaces de cerrar círculos, dar carpetazo, romper el libro e iniciar una nueva etapa.
Sin embargo, por mi parte, a veces tengo la sensación de que llevo desde los quince escribiendo todo en la misma página, apretujado, con tachones, flechas y agónicos subrayados, aprovechando hasta el último espacio de la esquina del folio.
Me gustaría explicar cómo todo va cambiando súbitamente y de repente resulta que eres una persona completamente distinta a la que algún día deseaste ser.
En una época bastante romántica, desatada e ingenua de mi vida.
Tenía veinte años y lo único que quería era escribir y perseguir un ideal utópico creado en mi cabeza de literatura, amor y vida. No cesaba en mi empeño de explorar.
Recuerdo que dedicaba los días simplemente a leer, escribir y pasear.
Y paseaba por todas partes, por todas las ciudades, por todos los caminos a los que conseguía acceder.
Recuerdo que paseaba y siempre se hacía de noche. Siempre se desplomaba el sol y me encontraba en algún sitio inhóspito mientras escribía tonterías en una libreta que tenía viejísima y de colores chillones.
Creo que la noche siempre me ha dado mucha paz.
Recuerdo que un día llegué a un especie de paraje en mitad de una colina en un parque y sólo atisbaba a ver infinidad de luces y sombras a lo lejos.
Y entonces me senté frente a aquel bosque en el suelo. Las nubes caían como meciendo los árboles, el césped estaba húmedo y allí me quedé un momento mirando toda aquella inmensidad.
Cerraba los ojos y me concentraba en los ruídos del exterior. Los pájaros, las alarmas de sirenas, las pisadas de la gente corriendo...
Me preguntaba, como siempre, cual sería el motivo por el que la gente deja de ser quien es. ¿Porqué la gente cambia? O más bien; ¿porqué la gente decide cambiar?
Me gusta pensar que el hecho de escribir de nuevo, en cierto modo, también significa que he podido perdonar a la persona que fui.
Miro el presente con la angustia del pasado y pienso: Qué calma da crecer.
Creo que comprender es aliviar. Creo que cuando empiezas a entenderte realmente empiezas a saber interpretar el mundo que te rodea.
Y ya han pasado diez años desde aquella tarde, y sólo puedo mirarme con cariño y algo de recelo.
En cierto modo a nadie le gusta envejecer demasiado rápido.
Pienso que aquella niña pequeña aún lucha por estar en todos los lados a todas las horas. Es bastante cargante la pobre. Pero supongo que a veces siento que quizá por el camino haya perdido quien soy. Entre idas y venidas, entre dolor, entre soledad.
Desde la distancia, me doy cuenta de que jamás podría volver a escribir esos textos del modo en que están escritos. Como todos sabemos, nuestras historias reflejan momentos concretos de un instante determinado. Pero también nos conectan, al recordarlas, con la persona que una vez fuimos y ya no volveremos a ser jamás.
Creo que esas son las historias que merece la pena leer.
Deberíais saber que la gente olvida lo que hiciste, pero no cómo la hiciste sentir.
Deberíais saber que, en el clímax de la tragedia, no se puede pensar muy bien con claridad; todo es ruido de explosiones, cristales rotos, alarmas ensordecedoras.
Deberíais saber que las personas van llegando a tu vida cuando deben llegar.
Por algo, siempre por algo;
para salvarte,
para quererte
o para destrozarte.
Y lo mejor es que todo eso puede ir por fascículos, uno tras otro.
Y cuando menos lo esperas o cuando crees que menos lo necesitas;
pum, ahí está.
Parece que hay momentos que justifican una vida.
Supongo que también hay vidas que duran un suspiro.
Que poco a poco el orgullo se desvanece, que comienzas a mirarlo de reojo, a cederle el paso en la puerta de la entrada, a preguntarle si ya ha comido.
Y que entonces queda por delante lo más difícil; decir lo siento sin que suene a melodrama urbano, a canción ligera, a revival de tiempos dorados.
Que no resultará a la primera. Ni a la segunda. Ni probablemente a la tercera. Que para que dos corazones consigan vaciarse de rencor y llenarse de ternura tienen que latir necesariamente a un mismo tiempo.
Una conexión cósmica, una inexplicable coincidencia de voluntades. Que a veces da un poquito de vergüenza. Que en el momento clave igual te da por estornudar o las palabras empiezan a atropellarse unas a otras al salir de tu boca.
Pero que se te hace un nudo en la garganta cuando al fin vuelves a sentir el calor de su cuerpo.
Un nudo enorme.
Que tú también te echas a llorar y que finalmente te queda clavadito en el pecho el puto melodrama urbano de las narices.
Pero que eso ya no importe en absoluto. Que ya no importe nada, absolutamente nada, salvo que, al fin, estáis de nuevo uno junto al otro.
Tan pegaditos, tan temblorosos, tan transparentes.
Como si todas las estrellas del cielo, conmovidas, estuvieran encogiéndose muy fuerte mientras os observan desde allá arriba.
Y que resulta que jamás se tiene mucha idea de porqué sucede todo esto.
Que parecemos condenados a encontrarnos y desencontrarnos todo el tiempo. Que a veces necesitamos gritarnos, abandonarnos y herirnos de muerte para recordar cómo era eso de querernos. Que cualquier noche, cuando nos acurruquemos en la cama, quizás ya no haya un mañana. Que ojalá haber sentido mucho antes el calor de tu cuerpo. Que esto siempre acaba resultando una movida complicadísima. Que puede que no convenga pensar demasiado en ello.
Porque esto, sencillamente, es lo único que tenemos.
Hace ya algún tiempo, me pasó algo -algo no muy bueno- que cambió mi vida para siempre.
No voy a dar los detalles concretos porque, en realidad, podríais coger como ejemplo cualquier inconveniente cotidiano y absurbo que vivais vosotros.
Pero lo que sí os contaré es la conclusión a la que llegué después de todo el proceso:
que me voy a morir.
Y que, en realidad, no sabemos, no tenemos una consciencia plena en relación al hecho inexorable de la muerte.
Sí, es verdad: hablamos de ella, hacemos chistes e incluso a veces sentimos su aliento -poned aquí el complemento que queráis, yo estoy muy habituada a ello debido a mi profesión- cuando observamos cómo se cierra el ataúd, entre cipreses y crisantemos, sobre la cara de algún allegado random.
Con gesto muy, muy circunspecto.
Pero no, no llegamos a concebir el hecho cierto de la muerte.
De otro modo, ¿cómo se explica que sigamos aquí haciendo el gilipollas, recorriendo el mundo sin salirnos ni un pasito del camino que ya han marcado otros, pagando hipotecas, diseñando brillantes carreras profesionales, sintiéndonos culpables cuando no llegamos a fin de mes?
La culpa.
¿Cómo se explica entonces la culpa? ¿Y la piedad? ¿Cómo es posible que, si lo único que nos ha sido dada es esta existencia infinitamente efímera y frágil, dediquemos un sólo segundo de nuestra vida a sentir que hemos fracasado? Pero sí precisamente el hecho de que estemos aquí y ahora es un triunfo: nuestro único puto triunfo.
El resto, simplemente, está por escribir.
Podemos ser cualquier cosa que queramos: filósofos, anarquistas, ciclistas, carpinteros, asesinos en serie. Podemos follarnos el mundo de cabo a rabo, ponerlo todo del revés, destruirlo todo y comenzar de nuevo. Podríamos caminar, si de verdad lo deseamos, sobre la mismísima tumba de los reyes.
O intentarlo, al menos.
Al fin y al cabo, ¿a quién debemos rendir cuentas? ¿A los tiranos? ¿A los jueces? ¿A nuestros maestros y padres? Todos van a morir. ¿A la democracia, a las leyes, a las buenas formas? Morirán con nosotros. Y con nosotros, nuestra absurda manía de rendirnos cuentas a nosotros mismos.
Se cierra finalmente el círculo. Propongo, pues, que adelantemos acontecimientos: ya nadie nos mira, salvo las estrellas. Y a las estrellas, sinceramente, les importamos muy poco. Poquísimo.
Así que liémosla muy parda. Tan parda como sea posible.
Incluso más.
Porque el mejor regalo que nos ha hecho la vida es la muerte.
Y la certeza de que nadie, absolutamente nadie, se acordará de nosotros.
Un sitio sucio, bullicioso y antiguo. Aquel rincón era como mi segunda casa. El olor a café recién hecho de los pequeñitos puestos que daban a la calle y el constante vaivén de los trenes se mecían en mi mente como si de una nana se tratase.
Recuerdo que iba y venía de aquel sitio como si fuera mi faro.
Cómo si cogiendo aquellos trenes... el destino supiera que me dirigia hacia el lugar indicado.
Hacía un frío atronador, a todas horas. Siempre corría un viento gélido que me helaba los pensamientos.
Y a pesar de ese frío que me paralizaba los huesos, mi corazón no dejaba de latir con una cálidez particular.
Coger aquel tren era como arroparse por la mañana al despertar. Era como si la vida me estuviera acariciando las mejillas con dulzura.
Me gusta pensar que existe, quizá escondida en lo más profundo de nuestro ser, una versión más hermosa y mucho más libre de nosotros mismos. Un retrato de plenitud de todo lo que podríamos llegar a ser y aún ni siquiera atisbamos a conocer.
Me gustar imaginar que en el futuro todos los caminos son posibles. Los que ya conocemos y todos los que aún quedan por transitar.
Me gusta imaginar que sigo cogiendo trenes que me llevan a sitios secretos todos los días. Que el viento intenta tumbarme pero mi alma sigue aferrada a la humanidad incluso hasta de rodillas cual guerrero en mitad de un combate.
Me gusta imaginar otros finales posibles en los que tú y yo y el mundo contamos la historia de una forma diferente.
Porque esto es siempre así, ¿no?. Sólo podemos reflexionar desde la distancia, comprender mientras nos lamemos las heridas, establecer las conexiones cuando ya ha sucedido todo y por lo general todo se ha ido a la mierda.