Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.
miércoles, 12 de agosto de 2015
Volar.
Sólo me quedan doce horas para coger el avión y lo único que puedo sentir es un innegable anhelo de cambio. Creo que somos un montón de malos finales y unos cuantos errores aún por cometer. Y qué feo todo eso.
Tan tranquila en el sofá y de repente me he dado cuenta de que la vida no siempre nos premia. Al final me voy a tener que creer eso de que no se puede confiar en nadie. Todas y cada una de las personas en las que he puesto mi fe alguna vez han acabado destruyéndome, y no es una cuestión muy teórica sino que duele a más no poder.
Me encuentro entre la nostalgia y la pared.
Parece que el mundo no es tan brillante como ayer y las calles ahí, atestadas de injusticias y maldad.
Es terrible encontrarle el sentido a todo. A medida que creces tienes que aprender a vivir con la hipocresía y la soledad. Además, el desconsuelo y la tristeza se hacen compañeros de viaje y entonces hay que reservar un sitio más a tu lado en el vagón.
Y tengo que superar esto de sentirme culpable por actuar tal y como soy. De verdad, qué pena tan grande que te decepcionen las personas que más quieres.
Cuando a la decepción se le pone nombre, y es precisamente el suyo, la herida pesa más. Lo trágico de rendirse con una persona es que ya no hay vuelta atrás.
No sé,
no existe vacuna para un adiós.
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