Veintitrés de octubre, una de la mañana, no me puedo dormir.
Es curioso que -sin remedio alguno- día tras día, noche tras noche, ande vagabunda de ideas y consuelo hasta las mil y una de la mañana.
Debería estar durmiendo ya, -todo hay que decirlo- y la música que me pongo a todo volumen no sé si me provoca agobio o melancolía.
El promotor más potente de mi vida es siempre mi desfase mental que anda a trescientos por hora y -sin razón alguna- aún no encuentro manera alguna de callar.
No sé si en positivo o negativo, siempre ideando cosas, planeando futuros, dejándome soñar.
De entre todas las noches de mi vida podría meter en un saco todas las que me han echo vibrar y -al relatarlas una a una- sólo quedaría al descubierto la magia que engendra la Luna bajo mi sombra y la de aquellos que he querido mucho algún tiempo atrás.
Ay, la luna.
Hace mil años que no me tumbo en cualquier lado a -sin más y sin porqués- contemplar su forma y observar cómo se mueve entre las sombras y los desvaríos del mundo.
Total, que es la una de la mañana y no me puedo dormir.
He estado leyendo poemas y escuchando música de antaño y -joder- qué de intensidad tiene el pasado. Quizá debiera empezar a mirar un poquito todo lo que viene en lugar de aferrarme a la natural pero ilógica y devastadora creencia de que las sensaciones que percibía hace años van a volver. Quizá, no sé. Debiera anclar todo eso -despacio y lentamente- a un recuerdo tierno y cariñoso para colocarlo en un rincóncito de mi pecho, arriba a la derecha, debajo del último desamor.
Nada, no sé, al final todo se resume en tratar de ser eternos.
Qué melancolía.
Como dato, cuando no sé lo que siento; escribo.
Y la verdad, -honestamente- se me da fatal.
Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.
jueves, 22 de octubre de 2020
Si consigue distraerte y no está presente, es él.
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