Te odio porque has dejado restos de ti aunque no te vea ni te piense ni tan siquiera me importes. Pero no, no te odio. No odies a quien hayas amado como regla fundamental para crecer como persona. Apareces en miradas de duda, de recelo, en sentimientos de qué coño está pasando aquí. Y yo te digo; vete, no me apetece luchar contigo. Y te lo digo sin acritud porque no te la mereces, aunque en el fondo no salgan esas palabras de mi boca porque tampoco te las merezcas. Pero vuelves, como todo pensamiento inocuo y fugaz que suscita algún que otro dime que has hablado con él. Y entonces miedo. Y entonces vuelves y yo te pido que te vayas. Por favor, vete. Y más miedo. Miedo que se te agarra a los poros de la piel y no te suelta. Y yo te calmo pero no sé hacerlo mejor porque se me olvidó como luchar frente a eso. Hacía mucho tiempo que no me enfrentaba a la duda. Duda y miedo. Como cuando estabas. Y menuda mierda, cómo se hacía esto, cómo haces que te crean, aunque ya lo hagan. Es un lento caminar. Odio ésta sensación porque me recuerda a ti, y me da un poco de asco volver a esos instantes de desesperación. Que ya se me ha olvidado lanzar esperanzas sólo para calmar el corazón, ya que nuestro corazón suele estar siempre calmado. Pero vuelves. Y tú me dices que sí, que no pasa nada, y parece que te vas pero es como si me gritaras en silencio que no me crees, que sólo te crees a ti mismo para que el dolor no cruce ninguna barrera. Te odio, fantástica duda, mucho. Y mientras ahí estoy, tratando de atar mi respiración a tus latidos. Parece que la vida nos lleva ventaja y nosotros aquí, creyéndonos ganadores. Ven aquí y dime: te tengo, tranquila. Y de repente llegas tú. No sé, será culpa de tu piel. Nunca había conocido a nadie que de verdad pensara que yo valía la pena hasta que te conocí a ti, y tú lograste que yo también me lo creyera, así que por desgracia te necesito... y tú me necesitas a mi.
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