Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


sábado, 25 de junio de 2022

Ikigai





Hace muchos años, cuando aún estudiaba en la universidad y me movía por una fuerza motriz que lo inundaba todo, recuerdo que devoraba libros y me encantaba estudiar y aprender.

Me fascinaban todas las asignaturas, unas más complicadas que otras pero siempre con el mismo ángulo de esperanza y devoción. 

Me recuerdo ávida de ilusión mirando todos los libros y los apuntes antes de empezar primero de carrera.
Recuerdo la mirada de mi padre, que me repetía una y otra vez que me fuera a dormir que ya era muy tarde y ya me hartaría de estudiar.

Después de todos esos años, tantos que parece que han pasado siglos, podría contar millones de cosas que nunca hubiera imaginado ocurrirían.

La enfermería me ha dado todo lo que tengo en la vida. 

Así, digamos que de una forma catastrófica y muy torpe, haciendo referencia a mi misma.

Y a la vez, también, me lo ha quitado todo.

Nadie te enseña cómo vivir la profesión.

Cada experiencia es única y peculiar.  Cada relato es exclusivo del narrador. 

Y he aprendido que debes combatir ese nudo en el estómago, esa eterna ansiedad, esa duda permanente.

Porque en los libros no te hablan de las noches interminables que pasaras en el hospital.
Del maldito dolor de espalda que tendrás. 
Porque nadie te cuenta que vivirás momentos que te llevaran a crisis de ansiedad.
Porque ningún manual te cuenta las sesiones de terapia que vas a necesitar.
Las personas que verás morir.
Los ojos que verás suplicar. 
Porque, si queréis que sea sincera, la enfermería te quita las ganas de luchar la mayor parte del tiempo. 
Dentro de esa vorágine de sufrimiento, agonía y dolor que se muestra ante ti permanentemente.
Porque a veces paras un segundo y te aferras a la idea de que debe haber algo más. algo que tú no puedes percibir ni comprender.
Porque no te cuentan de esos pacientes con los que soñaras, los traumas que verás, los familiares que consolarás, las ganas de salir corriendo que tendrás constantemente.
Recordaré toda la vida a esos dos niños que vi morir en oncología pediátrica, a aquel chico griego que no pudo luchar más, a aquel hombre que me agarró la mano antes de poder descansar.

Pero en la otra cara de la moneda, la enfermería también te regala unas ganas de vivir que no podías siquiera imaginar que existían.

La sanidad te enseña muchas cosas, pero la más importante de todas es que te hace despertar.
Te despierta de ese letargo en el que anda sumergido la mayor parte del mundo.
Te enseña a apreciar.
Te instruye para lo peor.
Te prepara, te curte, te daña.
Te agarra de los hombros y te zarandea con fuerza.
Te mira a los ojos y te grita: ''espabila niña, que la vida es ahora.''
Y entonces comienzas a valorar.
Valoras cada segundo que estás vivo. Valoras todos los abrazos que has podido dar. Valoras que tus padres aún te llaman para saber cómo estás. Valoras todas las veces que has podido decir 'te quiero' sin miedo de que sea el último. Valoras poder respirar.

A grandes rasgos, te pone los pies en el suelo, te quita las tonterías, borra todas las convenciones sociales establecidas e intenta crear la mejor versión de ser humano que podrías llegar a ser.
Parecerá cuento, pero no lo es.

Siempre digo que elegir una profesión así no es sólo el trabajo de tu vida. 
Elegir algo así se convierte en el ángulo central de toda tu jodida existencia.
Aunque no quieras, aunque no te guste, aunque creas que puedes apagar el teléfono e irte a tu casa y ya está.
Porque trabajar con y para los demás se transforma en un estilo de vida, aunque lo detestes.
Todo el tiempo, mientras creces ahí dentro, mientras te vas moldeando, mientras empiezas a ver luces en túneles que ni siquiera eran caminos, y sobre todo, mientras no terminas de entender perspectivas que oyes, mientras no entiendes cómo hay personas que pueden estar tan ciegas.

No obstante, con el corazón lo digo; yo he sido una enfermera horrible en muchos momentos de mi vida.
Porque todo eso que te quita también se convierte en una mochila pesada que cargas sobre tus hombros sin siquiera cerciorarte.
Todos esos momentos que te has perdido, los abrazos a tus padres que no pudiste dar, todas las etapas de estrés y ansiedad que has vivido, todos los traumas que aún no has podido superar.
Al final todo va pesando. 
Y muchas veces quieres dejarlo.

Porque te gustaría tener un trabajo más corriente, con unas horas determinadas, sin tener que sacrificar momentos con los tuyos. Porque también te pesa no saber enfrentarte a muchas cosas para las que ya deberías estar preparado. Porque has tenido que despedirte de compañeros que no pudieron aguantar la presión. Porque te vuelves frío, inhumano, insensible, o por el contrario eres tan vulnerable que todo te devasta y te impacta de una forma violenta e irracional.
Y entonces poco a poco te transformas.
Y no sabes muy bien si la versión de ti que eres ahora mismo te gusta más que la anterior.
Y entonces no duermes por las noches porque te acuerdas de cosas o personas, porque oyes sonidos de alarmas, porque recapitulas que pasó algo que debiste percibir a tiempo.

Y entonces un día sales del hospital, rompes a llorar sin venir a cuento y amaneces al día siguiente con una resaca emocional brutal sin entender muy bien porqué.
Ay, la culpa.

Aunque parezca mentira, una gran lección que me ha enseñado la profesión es a perdonar.
En el hospital siempre nos enseñaban que podíamos equivocarnos.
Que podíamos tener días malos, que somos humanos. 
Que la autoexigencia nos llevaría a la locura. Que a veces la lucha no sería suficiente.
Y que teníamos que aprender a aceptar.

Que no todo estaba en nuestras manos, que la vida mucha veces era injusta. Que la muerte estaba ahí, y no daba tregua a nadie.

Me acuerdo que aquello fue muy duro de aprender. 
Porque esa historia no te la venden de críos. Tus padres no te dicen todas esas cosas que no podrás conseguir, que no serás capaz de tener éxito, que fracasarás una y otra vez.
Nadie te lo cuenta.
Y entonces te cabreas. 
Gritas, te enfadas, pataleas.
Y poco a poco esa ira se va convirtiendo en otra cosa. 

En algo distinto, más liviano y etéreo que la ira, pero infinitamente más triste.
O eso piensas tú.
Aunque ese algo te ayuda a respirar mejor.

Aceptar la resignación. 
Porque muchas veces me he visto envuelta en situaciones de las que me gustaría haber no salido. 
Aquel niño de la cama uno, aquella madre que gritaba en mitad del pasillo, aquel abuelo que quería pagar un tratamiento que no existía...

Habrá muy poquita gente que entienda todo esto. 
Al fin y al cabo, supongo que hay muchos trabajos que se dedican a determinadas cosas que yo sería incapaz de imaginar. 
Por eso siempre digo que cada relato es único. 
Porque hay millones de personas en el mundo y al final todo está condicionado. 
Todo es inherente a tu propio prisma, a tu propia forma de gestionar y dejar de lamerte las heridas y autocompadecerte.

Sin embargo, y aunque parezca todo un sueño extraño, también ardo en deseos de agradecer.
Todo esto también me ha dado la oportunidad de crecer y transformarme en alguien diferente viajando países y explorando nuevas culturas. 
Me ha dado grandes momentos de enfado y frustración que luego se han convertido en enormes lecciones de vida. 
Se me ha brindado la oportunidad de ayudar a las personas, de aliviar el dolor. 
Se me ha regalado un propósito de vida, porque al final te das cuenta de que todo se resume en muy poco y nos complicamos demasiado muy frecuentemente.

La enfermería me ha dado amigos, incontables viajes, risas, lloros, eternos agradecimientos para las personas con las que he compartido situaciones. Me ha premiado, en resumidas cuentas, con una peculiar filosofía de transitar por esta existencia de una forma más madura y más real.

Dejando a un lado las cuestiones absurdas, asumiendo que todos somos mortales y que podemos y debemos equivocarnos para aprender y mejorar.

Desde la distancia, me doy cuenta de que jamás podría volver a ver las cosas del modo en el que las veía antes. Como es obvio, nuestras historias reflejan siempre momentos concretos de nuestra vida. Pero también nos conectan, al recordarlas y transitarlas, con la persona que un día fuimos y ya no volveremos jamás a ser.

Por todo esto y mucho más, que no se podría describir porque hay sensaciones que no tienen letras, y pese a todo para mi niña interior, que siempre anda enredada en alguna pataleta estúpida;
estoy aquí para recordarte que un día decidiste no rendirte.

Así que: hey pequeña, hiciste bien. 

G r a c i a s.












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My madness keeps me sane.