Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


viernes, 21 de octubre de 2022

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Ayer mi psicóloga me dijo ''lo siento mucho'' tras contarle que se me había muerto un paciente la semana pasada.

No había reparado realmente en ello hasta que después de esas palabras, sin venir a cuento, me eché a llorar. 

Y bueno, respecto a la tristeza, lo primero que hay que decir es que es una auténtica zorra hija de la gran puta.

Que está ahí, sin llamar mucho la atención, sin hacer mucho ruido ni molestarte demasiado hasta que, de repente, un día por la mañana, se pone a dar voces.

También es cierto que, en fin, uno acaba ponderando la situación y quitándole hierro a ese asunto de estar triste. Será cosa de los neurotransmisores, piensas. Y te pones a comer plátanos. 
O bien: sólo es otro ciclo, el eterno retorno de lo mismo, la traicionera dualidad humana, esa amapola negra que guardas en tu interior y nunca termina de marchitarse; el Ello, el Yo, el Superyó: historias profundas y complejas.

Y nada: te asomas a la ventana y subes un poco el volumen de la música.
Cómo si de una varita mágica se tratara, como si subiendo el volumen de la música consiguieras bajar el ruido de tus pensamientos.

Más tarde, vuelves a recapacitar sobre tu tristeza y caes en la cuenta de que, caray, al fin y al cabo es tu tristeza, sólo tuya, completamente distinta a la de todos los demás.

Y hay que reconocer que ese pensamiento siempre le sienta bien al ego: es un must de la supervivencia emocional.

Así que, poco a poco, te animas a conocer un poco mejor tu tristeza: sus pequeñas idiosincrasias, sus idas y venidas, el detalle completo de sus horarios de trabajo y descanso, la ropa que le sienta bien y la que le queda rematadamente mal, sus gestos, su particular forma de hablar, la droga que más le gusta, sus grupos musicales, sus escritores de referencia, su color preferido, que es -digamos- el azul.

Y el día menos pensado, quizá sentada en el sofá mientras ves el Telediario, decides dar el paso definitivo: te deslizas suavemente hacia tu pena, la miras con gesto conciliador y, bueno: os acabáis dando la mano mientras el presentador inicia el repaso de los estrenos cinematográficos.

En definitiva: es posible cogerle cariño a la tristeza.

Y ésa es la movida.

Por eso es tan jodidamente puta la tristeza.








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My madness keeps me sane.