Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


viernes, 21 de octubre de 2022

La ridícula idea de no volver a verte.

Resulta que mi abuela, que ya es muy mayor, tuvo la mala fortuna de caerse el otro día y romperse la cadera. 

Y entonces fui y entré muy despacito en la habitación ciento veintiséis del hospital 'La Princesa' y allí me la encontré: sentadita en una silla con la pierna en alto y una cajita de bombones con forma de corazón sobre las manos. 

Un beso en la frente. Una caricia en el pelo. 

Y entonces ella me preguntó, muy indignada, que cuándo la iban a llevar al hospital para operarla y que si había visto que, en la cocina, me había dejado una cazuela con medio pollo asado. 

Y yo le dije: abuela, ya estás en el hospital.  

Ella me miró entonces con un gesto de resignación como de canción ligera española que sólo ella sabe poner, pero al momento cambió la cara y sus ojos se iluminaron como dos luceros de verano: ayer me llamó tu primo y me felicitó por mi cumpleaños. 

Y bueno: mi primo aún no sabe hablar. 

Ni mucho menos llamar por teléfono.

Y lo cierto es que aún queda demasiado para el cumpleaños de mi abuela.

Pero sonreí a duras penas mientras trataba de averiguar qué narices le podía estar pasando a mi abuela por la cabeza esos días, por qué estaba tan desorientada, si acaso no se despertará por las noches y sentirá miedo.

Mi abuela despertándose sola en plena noche y sintiendo miedo: eso sí que me aterroriza.

Síndrome Confusional Agudo, dijo entonces el traumatólogo con chispeante autoridad.

Y agregó: es frecuente en ancianos hospitalizados.

Yo asentí con la misma sonrisa de gilipollas, pero al instante volví a reparar en mi abuela, y en sus manos finas y arrugadas, casi transparentes, con una cánula clavada en el dorso.

Cogí la cajita de bombones y la coloqué sobre la mesilla.

Y se me pasaron millones de cosas por la cabeza. Algunas tristes. Otras tristísimas. También hermosas, de un modo incierto. 

Allí estábamos, mi abuela y yo, mirándonos a los ojos, con la única compañía de una bolsa de suero y una maquinita que emitía pitidos de vez en cuando.

Pero entonces le pregunté: ¿Qué te dijo el primo por teléfono?

Ella se rio: uy, pues muchas cosas. Todas no te las puedo contar, es secreto.

Al escucharla, el traumatólogo emitió una carcajada serena, sonora, profesional, como si ya hubiera visto la misma película cientos de veces.

Me sobrevino una inmensa necesidad de llorar, pero de pronto sonó mi teléfono: uno de esos números largos de centralita que te intentan vender planes de seguros y conexiones de fibra óptica.

Levanté la vista como un rayo:

Mira, abuela, le dije: Llama el primo otra vez para mandarte muchos besos.

Ella sonrió suavemente, con una de esas sonrisas que te acarician el alma. Y acto seguido señaló aquella caja de bombones y me susurró: ésta llévatela tú, que sé que te gustan mucho los bombones.

De corazón, justo en aquel instante, me invadió una sensación muy extraña que me robó hasta la palabra.

Y nada: allí me quedé mirándola un buen rato mientras ella seguía absorta en los pájaros que veía tras la ventana.


'' El verdadero dolor es indecible. 

Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso no significa que no es tan importante.

Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra. ''






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My madness keeps me sane.