Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


viernes, 21 de octubre de 2022

Se me cosen los labios a ti.

Olvidar que existimos.

 Alguna vez.

Olvidar que alguna vez olvidamos que existimos. 


Rasgar tu lengua con mi saliva. 

Olvidar.

Mi saliva.

Tu lengua. 


Olvidar.

Rasgar.


Sobre tu piel

mi boca tiene más sentido.


Sobre tu boca

mi piel tiene más sentido.


Sobre ti 

la vida

tiene más sentido.






Apodyopsis mental.

 El Diccionario de la Real Academia Española registra más de 88.000 palabras, 

pero ninguna me servía para nombrar ese vacío, 

que frente a aquella inmensidad se me antojaba 

tan

tan

tan

 pequeño.











Yo hoy lo que quiero es estar muy pegadita a ti.

Nos buscábamos, nos sospechábamos, nos dedicábamos canciones, nos enlazábamos a cada instante, saltábamos en la cama. Era invierno. Pero no importaba. Quiero decir: qué más da qué dichosa época del año fuera. 

Los suicidios en otoño.

El romance fallido de finales de mayo. 

Convenciones estilísticas.

Tonterías.

Pero es que en aquella habitación de aquel minúsculo sitio, por así decirlo, el tiempo no existía: si acaso, como una vaga entidad metafísica sobre la que divagar rollo Redes tras amarse largamente con saliva y sangre. En cierto modo, nosotros tampoco. No teníamos conciencia de nosotros mismos más allá de la irrefrenable necesidad de permanecer el uno frente a otro. 

Tampoco teníamos pasado. Ni futuro. Ni dinero. Es más: creo que ni siquiera nos habíamos detenido a preguntarnos mutuamente por esas pequeñas idiosincrasias. Los estudios, la familia, los trastornos de personalidad por dependencia. Daban igual. Un disco y un libro que llevar a una isla desierta. Un color. Un ideal. Una anécdota la mar de divertida sobre una vez que fuiste de pequeño a la playa.

Pero nah: ya le podían follar a esa mierda.

Porque éramos sencillamente nosotros, despojados de todo artificio, desnudos por dentro y por fuera, libres como esos pajaritos que, ajenos a todo orden cívico o moral, vuelan y cagan libremente sobre la cabeza de los transeúntes.

Ser libre y ni siquiera saberlo.

En serio: sólo eso puede ser la libertad.

Porque así pasaron muchas semanas. Y a cada galantería, le seguía una ternura. Y a cada confesión, una promesa. Y al poco volvíamos a desvanecernos sobre las sábanas. No sé: qué sencillo era no ser nada. 

Pero toda historia ha de tener un giro narrativo, supongo.

Y bueno: quizá sin quererlo, quizá por no elegir bien las palabras.

Pero fue al poco cuando nos hicimos el primer reproche.


 Algunas personas fascinan con besos, con palabras y con un tacto que excita hasta la materia más ciega. Son seres humanos que palpitan con la vida sin permitirse descanso.




903

Ayer mi psicóloga me dijo ''lo siento mucho'' tras contarle que se me había muerto un paciente la semana pasada.

No había reparado realmente en ello hasta que después de esas palabras, sin venir a cuento, me eché a llorar. 

Y bueno, respecto a la tristeza, lo primero que hay que decir es que es una auténtica zorra hija de la gran puta.

Que está ahí, sin llamar mucho la atención, sin hacer mucho ruido ni molestarte demasiado hasta que, de repente, un día por la mañana, se pone a dar voces.

También es cierto que, en fin, uno acaba ponderando la situación y quitándole hierro a ese asunto de estar triste. Será cosa de los neurotransmisores, piensas. Y te pones a comer plátanos. 
O bien: sólo es otro ciclo, el eterno retorno de lo mismo, la traicionera dualidad humana, esa amapola negra que guardas en tu interior y nunca termina de marchitarse; el Ello, el Yo, el Superyó: historias profundas y complejas.

Y nada: te asomas a la ventana y subes un poco el volumen de la música.
Cómo si de una varita mágica se tratara, como si subiendo el volumen de la música consiguieras bajar el ruido de tus pensamientos.

Más tarde, vuelves a recapacitar sobre tu tristeza y caes en la cuenta de que, caray, al fin y al cabo es tu tristeza, sólo tuya, completamente distinta a la de todos los demás.

Y hay que reconocer que ese pensamiento siempre le sienta bien al ego: es un must de la supervivencia emocional.

Así que, poco a poco, te animas a conocer un poco mejor tu tristeza: sus pequeñas idiosincrasias, sus idas y venidas, el detalle completo de sus horarios de trabajo y descanso, la ropa que le sienta bien y la que le queda rematadamente mal, sus gestos, su particular forma de hablar, la droga que más le gusta, sus grupos musicales, sus escritores de referencia, su color preferido, que es -digamos- el azul.

Y el día menos pensado, quizá sentada en el sofá mientras ves el Telediario, decides dar el paso definitivo: te deslizas suavemente hacia tu pena, la miras con gesto conciliador y, bueno: os acabáis dando la mano mientras el presentador inicia el repaso de los estrenos cinematográficos.

En definitiva: es posible cogerle cariño a la tristeza.

Y ésa es la movida.

Por eso es tan jodidamente puta la tristeza.








La ridícula idea de no volver a verte.

Resulta que mi abuela, que ya es muy mayor, tuvo la mala fortuna de caerse el otro día y romperse la cadera. 

Y entonces fui y entré muy despacito en la habitación ciento veintiséis del hospital 'La Princesa' y allí me la encontré: sentadita en una silla con la pierna en alto y una cajita de bombones con forma de corazón sobre las manos. 

Un beso en la frente. Una caricia en el pelo. 

Y entonces ella me preguntó, muy indignada, que cuándo la iban a llevar al hospital para operarla y que si había visto que, en la cocina, me había dejado una cazuela con medio pollo asado. 

Y yo le dije: abuela, ya estás en el hospital.  

Ella me miró entonces con un gesto de resignación como de canción ligera española que sólo ella sabe poner, pero al momento cambió la cara y sus ojos se iluminaron como dos luceros de verano: ayer me llamó tu primo y me felicitó por mi cumpleaños. 

Y bueno: mi primo aún no sabe hablar. 

Ni mucho menos llamar por teléfono.

Y lo cierto es que aún queda demasiado para el cumpleaños de mi abuela.

Pero sonreí a duras penas mientras trataba de averiguar qué narices le podía estar pasando a mi abuela por la cabeza esos días, por qué estaba tan desorientada, si acaso no se despertará por las noches y sentirá miedo.

Mi abuela despertándose sola en plena noche y sintiendo miedo: eso sí que me aterroriza.

Síndrome Confusional Agudo, dijo entonces el traumatólogo con chispeante autoridad.

Y agregó: es frecuente en ancianos hospitalizados.

Yo asentí con la misma sonrisa de gilipollas, pero al instante volví a reparar en mi abuela, y en sus manos finas y arrugadas, casi transparentes, con una cánula clavada en el dorso.

Cogí la cajita de bombones y la coloqué sobre la mesilla.

Y se me pasaron millones de cosas por la cabeza. Algunas tristes. Otras tristísimas. También hermosas, de un modo incierto. 

Allí estábamos, mi abuela y yo, mirándonos a los ojos, con la única compañía de una bolsa de suero y una maquinita que emitía pitidos de vez en cuando.

Pero entonces le pregunté: ¿Qué te dijo el primo por teléfono?

Ella se rio: uy, pues muchas cosas. Todas no te las puedo contar, es secreto.

Al escucharla, el traumatólogo emitió una carcajada serena, sonora, profesional, como si ya hubiera visto la misma película cientos de veces.

Me sobrevino una inmensa necesidad de llorar, pero de pronto sonó mi teléfono: uno de esos números largos de centralita que te intentan vender planes de seguros y conexiones de fibra óptica.

Levanté la vista como un rayo:

Mira, abuela, le dije: Llama el primo otra vez para mandarte muchos besos.

Ella sonrió suavemente, con una de esas sonrisas que te acarician el alma. Y acto seguido señaló aquella caja de bombones y me susurró: ésta llévatela tú, que sé que te gustan mucho los bombones.

De corazón, justo en aquel instante, me invadió una sensación muy extraña que me robó hasta la palabra.

Y nada: allí me quedé mirándola un buen rato mientras ella seguía absorta en los pájaros que veía tras la ventana.


'' El verdadero dolor es indecible. 

Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso no significa que no es tan importante.

Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra. ''






La época de los disfraces.

Siempre me ha gustado volar a destinos ya conocidos. Esa sensación que me recorre la espalda de apego y bienestar. Cómo cuando abres la puerta de casa y está esperándote alguien que te abraza fuerte.

De entre todas las cosas que más echo de menos de casa, sin lugar a dudas la más notable es la quietud. Ese acontecer sin premura bajo el manto del sosiego y la calma.

Ese tomar café en tu sitio favorito del parque a diez minutos de casa. 

Cuando vuelves a lugares conocidos creo que ya no ves con los mismos ojos ni percibes la distancia de la misma forma. Y entonces te das cuenta de que quizá antes estabas ciego. Todo cobra otro sentido, otro quehacer, otro fulgor.

Me gustar ver como los abuelitos te saludan alegremente por la mañana mientras barren sus puertas cuando apenas ha salido el sol. Ese olor a pan que inunda las calles mientras la brisa te acaricia la cara. Ese escucharte los pies andando mientras comienza suavemente a llover.

Me gusta escuchar a los abuelitos: hablan sin prisa, entornan los ojos, lloran un poquito a veces, dejan que la lluvia los acaricie, se desnudan sin culpa, mezclan la vida con sus propias ensoñaciones y les importa muy poco si te interesa o no.

Son bellas las personas mayores. Me transmiten paz la mayor parte del tiempo.

Creo que el bienestar y la energía se engendran mutuamente. Creo en los detalles. En ese chiste tonto que te hace tu vecino de enfrente cuando necesitas ayuda con la rueda del coche. En ese taparte con una fina manta porque ahí ya no hace frío ni calor. 

Me gusta caminar por calles conocidas mientras ves la bandera de tu país en la lejanía colgada en algún balcón. Me gustan los niños jugando en los parques, en este entretiempo en el que por la mañana es primavera pero al caer la noche vuelve el otoño.

Creo en ese disfrutar cada instante que vas pisando, sin prisas. Creo en ir a por el pan, que supongo que es algo muy de pueblo y que ahora no me puede gustar más. Creo en coger un coche a las cinco y estar a las siete en la playa mojándote los pies. 

Me gusta la vida a fuego lento, como los abrazos. 

Ese abrazo de tu abuela que dice sonriendo que no entiende eso del móvil y que qué mejor que tenerte allí cerca a su ladito.

La época de los disfraces, como la vida. Llena de colores y a la vez terriblemente muerta. 

Siempre pienso en quién seré dentro de 50 años. En si la persona que vamos dejando atrás grita por las noches aliviada al verse de nuevo al espejo.

Si sigo viva, espero estar releyendo estas frases mientras tomo una copa de vino. 

Me gustaría tener la playa cerquita para poder disfrutar del sonido de las olas del mar.





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My madness keeps me sane.