Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


lunes, 29 de enero de 2024

Alma, ponte color de amor.

 


Siempre he querido tocar el alma de aquellos a quienes he querido, 

y la carne me ha parecido el camino más directo.








Te va a pasar la vida
y
yo seré
tu paz.




Hazme el amor, que bastantes guerras me hago yo misma.

Deberíais saber que la gente olvida lo que hiciste, pero no cómo la hiciste sentir.

Deberíais saber que, en el clímax de la tragedia, no se puede pensar muy bien con claridad; todo es ruido de explosiones, cristales rotos, alarmas ensordecedoras.

Deberíais saber que las personas van llegando a tu vida cuando deben llegar.
Por algo, siempre por algo; 
para salvarte, 
para quererte 
o para destrozarte.

Y lo mejor es que todo eso puede ir por fascículos, uno tras otro. 
Y cuando menos lo esperas o cuando crees que menos lo necesitas; 
pum, ahí está.
Parece que hay momentos que justifican una vida. 
Supongo que también hay vidas que duran un suspiro.

Que poco a poco el orgullo se desvanece, que comienzas a mirarlo de reojo, a cederle el paso en la puerta de la entrada, a preguntarle si ya ha comido.
Y que entonces queda por delante lo más difícil; decir lo siento sin que suene a melodrama urbano, a canción ligera, a revival de tiempos dorados.
Que no resultará a la primera. Ni a la segunda. Ni probablemente a la tercera. Que para que dos corazones consigan vaciarse de rencor y llenarse de ternura tienen que latir necesariamente a un mismo tiempo. 
Una conexión cósmica, una inexplicable coincidencia de voluntades. Que a veces da un poquito de vergüenza. Que en el momento clave igual te da por estornudar o las palabras empiezan a atropellarse unas a otras al salir de tu boca.

Pero que se te hace un nudo en la garganta cuando al fin vuelves a sentir el calor de su cuerpo.
Un nudo enorme.
Que tú también te echas a llorar y que finalmente te queda clavadito en el pecho el puto melodrama urbano de las narices.

Pero que eso ya no importe en absoluto. Que ya no importe nada, absolutamente nada, salvo que, al fin, estáis de nuevo uno junto al otro.
Tan pegaditos, tan temblorosos, tan transparentes. 
Como si todas las estrellas del cielo, conmovidas, estuvieran encogiéndose muy fuerte mientras os observan desde allá arriba.

Y que resulta que jamás se tiene mucha idea de porqué sucede todo esto.
Que parecemos condenados a encontrarnos y desencontrarnos todo el tiempo. Que a veces necesitamos gritarnos, abandonarnos y herirnos de muerte para recordar cómo era eso de querernos. Que cualquier noche, cuando nos acurruquemos en la cama, quizás ya no haya un mañana. Que ojalá haber sentido mucho antes el calor de tu cuerpo. Que esto siempre acaba resultando una movida complicadísima. Que puede que no convenga pensar demasiado en ello.

Porque esto, sencillamente, es lo único que tenemos. 
 
En el fondo, sólo se escribe por tres razones; 
para que te quieran, 
para pedir perdón, 
o para olvidar. 

Y no tienen por qué ir en ese orden.



Bullets and flowers


Hace ya algún tiempo, me pasó algo -algo no muy bueno- que cambió mi vida para siempre.

No voy a dar los detalles concretos porque, en realidad, podríais coger como ejemplo cualquier inconveniente cotidiano y absurbo que vivais vosotros.

Pero lo que sí os contaré es la conclusión a la que llegué después de todo el proceso: 

que me voy a morir.

Y que, en realidad, no sabemos, no tenemos una consciencia plena en relación al hecho inexorable de la muerte.

Sí, es verdad: hablamos de ella, hacemos chistes e incluso a veces sentimos su aliento -poned aquí el complemento que queráis, yo estoy muy habituada a ello debido a mi profesión- cuando observamos cómo se cierra el ataúd, entre cipreses y crisantemos, sobre la cara de algún allegado random.

Con gesto muy, muy circunspecto.

Pero no, no llegamos a concebir el hecho cierto de la muerte. 

De otro modo, ¿cómo se explica que sigamos aquí haciendo el gilipollas, recorriendo el mundo sin salirnos ni un pasito del camino que ya han marcado otros, pagando hipotecas, diseñando brillantes carreras profesionales, sintiéndonos culpables cuando no llegamos a fin de mes? 

La culpa.

¿Cómo se explica entonces la culpa? ¿Y la piedad? ¿Cómo es posible que, si lo único que nos ha sido dada es esta existencia infinitamente efímera y frágil, dediquemos un sólo segundo de nuestra vida a sentir que hemos fracasado? Pero sí precisamente el hecho de que estemos aquí y ahora es un triunfo: nuestro único puto triunfo. 

El resto, simplemente, está por escribir. 

Podemos ser cualquier cosa que queramos: filósofos, anarquistas, ciclistas, carpinteros, asesinos en serie. Podemos follarnos el mundo de cabo a rabo, ponerlo todo del revés, destruirlo todo y comenzar de nuevo. Podríamos caminar, si de verdad lo deseamos, sobre la mismísima tumba de los reyes. 

O intentarlo, al menos.

Al fin y al cabo, ¿a quién debemos rendir cuentas? ¿A los tiranos? ¿A los jueces? ¿A nuestros maestros y padres? Todos van a morir. ¿A la democracia, a las leyes, a las buenas formas? Morirán con nosotros. Y con nosotros, nuestra absurda manía de rendirnos cuentas a nosotros mismos.

Se cierra finalmente el círculo. Propongo, pues, que adelantemos acontecimientos: ya nadie nos mira, salvo las estrellas. Y a las estrellas, sinceramente, les importamos muy poco. Poquísimo.

Así que liémosla muy parda. Tan parda como sea posible.

Incluso más.

Porque el mejor regalo que nos ha hecho la vida es la muerte. 

Y la certeza de que nadie, absolutamente nadie, se acordará de nosotros. 

Dicho de otro modo: seamos.

Tenemos la coartada perfecta. 


martes, 9 de enero de 2024

*




Caminé anoche durante horas. 
Cómo si quisiera perderme en alguna calle nueva. 
Perderme total, absoluta e irremediablemente. 

Pero hay momentos en los que no podemos, 
no sabemos, 
no somos capaces de perdernos. 

Aunque tomemos siempre las direcciones equivocadas. 

Aunque perdamos todos los puntos de referencia. 

Aunque se haga tarde y sintamos el peso del amanecer mientras avanzamos.

Hay temporadas en las que por más que lo intentemos,
 descubrimos que no sabemos, 
que no podemos, 
que no hay más caminos.

Y tal vez añoramos aquel tiempo en que podíamos perdernos.


Ese tiempo en que todas las calles eran nuevas.










Love & desire



Recuerdo aquel sitio con un cariño singular.

Un sitio sucio, bullicioso y antiguo. Aquel rincón era como mi segunda casa. El olor a café recién hecho de los pequeñitos puestos que daban a la calle y el constante vaivén de los trenes se mecían en mi mente como si de una nana se tratase.

Recuerdo que iba y venía de aquel sitio como si fuera mi faro.

Cómo si cogiendo aquellos trenes... el destino supiera que me dirigia hacia el lugar indicado.

Hacía un frío atronador, a todas horas. Siempre corría un viento gélido que me helaba los pensamientos.

Y a pesar de ese frío que me paralizaba los huesos, mi corazón no dejaba de latir con una cálidez particular.

Coger aquel tren era como arroparse por la mañana al despertar. Era como si la vida me estuviera acariciando las mejillas con dulzura.

Me gusta pensar que existe, quizá escondida en lo más profundo de nuestro ser, una versión más hermosa y mucho más libre de nosotros mismos. Un retrato de plenitud de todo lo que podríamos llegar a ser y aún ni siquiera atisbamos a conocer.

Me gustar imaginar que en el futuro todos los caminos son posibles. Los que ya conocemos y todos los que aún quedan por transitar. 

Me gusta imaginar que sigo cogiendo trenes que me llevan a sitios secretos todos los días. Que el viento intenta tumbarme pero mi alma sigue aferrada a la humanidad incluso hasta de rodillas cual guerrero en mitad de un combate.

Me gusta imaginar otros finales posibles en los que tú y yo y el mundo contamos la historia de una forma diferente. 

Porque esto es siempre así, ¿no?. Sólo podemos reflexionar desde la distancia, comprender mientras nos lamemos las heridas, establecer las conexiones cuando ya ha sucedido todo y por lo general todo se ha ido a la mierda.

O cómo coño es.




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My madness keeps me sane.