Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


sábado, 5 de noviembre de 2016

El reloj es cruel, pero es sincero.









''La cosa comenzó de la siguiente manera: quedándonos sin palabras a la hora del café con tostadas. Nos mirábamos, nos sonreíamos, nos intuíamos. E incluso nos adelantábamos gentilmente a las necesidades del otro acercándonos el azúcar o aquel librito de papel, respectivamente.

Pero qué mierda: ya no había palabras.

Y si las había, si alguno de los dos se esforzaba por llenar aquel silencio, todo lo que salía de su boca tomaba el cariz de un comentario aleatorio sobre el tiempo.

Por ejemplo: yo te decía te amo.

Y tú esbozabas media sonrisa que completabas con esa manera tuya tan graciosa de apartarte el pelo.

O puede que fueses tú la que dijeras: te necesito.

Y yo te abrazaba. Pero no del todo. Quiero decir: te abrazaba mientras me preguntaba secretamente por qué no habías acudido tú a abrazarme.

O por qué habíamos tenido tantos problemas últimamente.

O tratando de recordar si aquella noche te había echado de menos en la cama .

No sé, esa clase de abrazo.

Supongo que, en definitiva, nos volvimos desconfiados. Intranquilos. Apresurados. Recordábamos aquellos días en los que simplemente nos entregábamos el uno al otro como si, de ese modo, nada malo pudiera pasarnos. Y de verdad que intentábamos con todas nuestras fuerzas volver a aquel estado iniciático, aquel tiempo en el que no teníamos que adivinarnos, sino que bastaba con preguntarnos; aquellas tardes de canciones, sexo y poesía en las que ni siquiera nos habían hecho falta las palabras.

Quién sabe; quizá aquello no volviera jamás.

Del resto ni siquiera merece la pena hablar: sólo quedó el despecho.

Todavía recuerdo cuando nos vimos por última vez. Fue extraño: tras tantos meses escondidos, por un instante, al fin pudimos sonreírnos y mirarnos de nuevo a los ojos.

Y casi, casi pudimos tocarnos. Y parecía que tú estabas a punto de decir algo. Y yo quería que lo dijeras para poder decirte algo también. Y el día era claro, hacía frío y se oían caer las hojas movidas por el viento.

Pero bueno: ambos nos recompusimos. Nos dimos la mano. Tú me colocaste el cuello de la camisa. Yo te acaricié el pelo. Y decidimos abandonarnos por conveniencia, madurez y nuestro respectivo miedo a que el otro hubiera dejado de querernos.

En serio os digo: creo que nunca he leído una historia más triste. ''

 [...]

J.M.C


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My madness keeps me sane.