Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


lunes, 22 de abril de 2019

Las heridas de las guerras que evitamos.


Me encontraba tirada en un aeropuerto del oeste de Arabia Saudi, después de un layover de casi 12 horas. Estaba exhausta, mi cuerpo se compungía de cansancio. Pero también pensaba en la forma que la vida ejerce su magia y te coloca en sitios estratégicos dándote señales.
Me encontraba en Jeddah, y en un mes tenía un dificilísmo examen para entrar en el sistema nacional de salud saudí. Aún no sabía muy bien lo que quería del futuro, solo trataba de fluir con el tiempo.

Llevaba un mes viajando sola por Asia y Malasia, con una mochila mugrienta y cada vez menos dinero en el banco.
No cobraba desde hacía meses, y no era precisamente por falta de trabajo. Me había despedido yo misma antes de las Navidades. En un intento desesperado de renacer.
Estaba cansada de aquella ciudad caótica llena de gente, polvo y prisas. Había decidio irme, aunque realmente ni siquiera sabía si tenía un plan.

Y fue en ese momento, tirada en el aeropuerto, después de volar desde Singapur y maravillarme con un azafato guapísimo, después de conocer a un chico rumano que curiosamente trabajaba en Pamplona, después de semanas y meses de dolores y molestias de espalda cuando pude entrever una luz y entender algo.

Había sobrepasado todos los límites que algún día me había propuesto y cualquier pedazo de sueño que había podido tener. Había vivido en el extranjero más de tres años y había comenzado a recorrerme el mundo.
Había conocido a muchas personas maravillosas, había llorado de impotencia en muchos momentos por injusticias que había vivido. Pero sobretodo había luchado. Contra viento y marea, por sobrevivir, por aprender y seguir avanzando.

Es cierto eso de que las cosas sólo se ven con perspectiva desde fuera, y ese fue uno de los momentos más sobrecogedores de toda mi vida.
Con tan sólo 21 años me fui a vivir a otro país. Con 23 había conseguido un puesto de trabajo que muchos anhelaban con deseo durante muchos años. Y lo dejé ir, a conciencia, sin remordimientos ni lastres.
Y con 25, después de recorrerme Centro América, Tailandia, Vietnam, casi toda Europa y parte de Malasia, mi mente sólo me pedía más.
Mi cuerpo, sin embargo, exhausto del ritmo frenético de los últimos siete años, empezaba a tornarse pesado.
Me di cuenta de que debía empezar a cuidarme, de que sería clave para poder descubrir y explorar todo lo que deseaba durante muchas decenas de años más.
Y lo marqué cómo objetivo la última noche del año, escribí sonriendo.

Fue allí, en aquel rincón pérdido del mundo, rodeada de gente de quizá todos los lugares del globo, dónde cogí aire profundamente y sólo pude sonreír a aquella persona que servía el café, a aquellos críos que corrían y jugaban entre las sillas, a aquel señor mayor que dificilmente aguantaba todas aquellas horas de incomodidad. Y me reí fervientemente. 
Dios, casi me eché a llorar.
De pura alegría, por sobrevivir, por transformarme en la mejor versión de mi misma que jamás pude haber imaginado.

De todas aquellas horas, no sólo puedo destacar aquella sensación maravillosa. También conocí a un muchacho gallego que llevaba varios años trabajando entre proyecto y proyecto Estados Unidos - Oriente Medio, me senté al lado de una viejecita mediterránea que guardaba su equipaje con recelo a la cual cedí el asiento, me reí a carcajadas al ver muchas incogruencias de culturas en un sitio tan diminuto y tan extrañamente singular.

Recuerdo que estaba muerta de cansancio, pero inmensamente feliz. Me recordó enormemente a una noche que compartí junto a mi mejor amiga en casa de una chica sudafricana en Alemania, dónde no podía ni levantarme del cansancio pero sólo podía sonreír de lo agradecida, satisfecha y orgullosa que me sentía de mi misma, de mi fuerza inagotable, de mi mente ávida y curiosa que no descansaba jamás.

Me acuerdo que me entretuve leyendo un libro que había dejado olvidado algunos años atrás. Y sonreí brevemente, dándome cuenta de que cuando comencé a leer aquello, pensaba que el mundo era de una manera diferente, y en aquel momento pude entender cómo te cambia el tiempo y las personas que te vas encontrando en el camino.

Allí, después de pérdidas, lloros, risas, experiencas y millones de momentos, miles de los cuales no quería revivir más, y muchos más de esos que quieres que se queden cerquita del corazón, atisbé que la vida sólo debe ser vivida hacia delante. Saboreando cada momento, dejando atrás todo lo que nubla la mente y te hace añicos el corazón, protegiéndote siempre y creando la mejor versión posible de ti mismo.

Cada persona que aparece en tu vida puede ser muchas cosas, pero ante todo es una oportunidad. De hacer las cosas de otra manera, de conocerte mejor, de avanzar en una dirección desconocida. Creo que en el fondo no somos más que posibilidades. Todos. Y qué maravilloso el mundo, joder.






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My madness keeps me sane.