Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


jueves, 15 de diciembre de 2016

Trascender.



Leí todos los libros que encontré buscando algo de verdad que me encendiera el alma. 
Algo que prendiera una llama, que avivara la carencia de sentido que tenía vivir en aquel momento.

Leí toda la filosofía que conocía, traté de entender de alguna manera aquella teoría de física cuántica que define el universo e incluso me acerqué a la Sociología derivada de los Dioses griegos. 
Una dimensión banal y absurda de la existencia.

Os lo juro, de verdad que lo intenté. 
En un empeño insalubre de distanciarme de la realidad que me rodeaba, atormentaba y acorralaba por las noches. 

Y como aquello no funcionó, carente de razón e interés, simplemente empecé a beber. 

No porque me apeteciera, no porque encontrara algún sentido o placer en ello. Ni siquiera por mera lógica. Supongo que hubo un momento en el que me di cuenta de que todo aquello me anulaba completamente y no me permitía pensar.

De lo que poco que recuerdo, me recorrí todas las noches y las mañanas, me olvidé de las clases, de aquellos libros que no servían para nada, de la vida en general. 

Y entonces sucedió. Un ápice de gozo y deleite. Una especie de gusto, de satisfacción. Complacencia, agrado, entusiasmo, incluso amenidad.
La crudeza moral que me daba regocijarme en la emoción de no sentir absolutamente nada.

No obstante, aquello no duró. 
Coincidir con uno mismo es tan difícil. Relativizar la situación. No funcionó.

Y entonces me encargué de dar con gente que buscara sólo noches sin nombre.
Me desperté en otras camas, en otros sitios, en otras partes. Me ocupé de tener a alguien distinto cada noche; alguien que no supiera quién era, alguien que no me preguntara, que no indagara, alguien a quién le importara una mierda mi nombre, mis ideas y mis traumas.

Pero tampoco sirvió. 

Resultó que aquello no me complacía en absoluto.

Y entonces desistí. 
Sin más; cansada, harta, exhausta. 
Comprendí que la realidad era más dura y prosaica que todo aquello. Supuse que el único camino posible era convertirme en algo muy parecido a lo que siempre había soñado ser. Desaprender lo impuesto, recordar todo aquello a lo que una vez renuncié, limpiarle el polvo, tratar de existir de tal forma que, si me hubiera contemplado aquella niña lejana que un día fui, hubiera podido sentirse orgullosa. Ser yo misma, justamente, significara lo que fuera esa puta mierda.

Y ya está.

Aquella etapa respondió a mi íntima y legítima necesidad de saber qué hago en el mundo y porqué soy cómo soy.

Posteriormente, me di cuenta de que nadie sabe realmente qué cojones pensar respecto a nada en ningún momento de su vida.

Y fue un alivio, por fin.

Cuestionar las certezas, mirar adentro, tratar de aprender del amor y el dolor.

No os quiero alarmar, pero después de todo aquello, y cuando resulta que al fin te encuentras a ti mismo, el cuento es aún más desalentador. 

Pese a ello, aprendí; No te rindas sin dar pelea.








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My madness keeps me sane.