Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


sábado, 20 de febrero de 2016

Que te largues de lo que duele; y lo hagas lejos.


Ésta tarde me he dado cuenta de algo. Para nada novedoso, flamante o innovador, pero hacía mucho tiempo que lo tenía enterrado en el baúl de los recuerdos. Quizá la lluvia, quizá este país grisáceo.

Me gustaría, si me dejáis, afirmar que la vida no es más que una sucesión de momentos que un día se acaba.

Ay, la vida. 
Bailoteando sobre las penas que arrastro por pereza e inutilidad, podría afirmar que el cariño, administrado en pequeñísimas dosis diarias, es capaz de reparar. El afecto, el calor humano, la sensatez. 
No obstante, -me temo- no todo son rosas, lo triste es que pierdes una parte de ti por el camino que no recuperas jamás. En serio, ya no vuelve nunca. 
Y esa parte tan chiquita y emotiva de tu ser, que revoloteaba en tu corazón con esa candente alegría y no se fustigaba jamás... -de repente- se muere. Y joder, qué trivialidad. Al principio no te preocupas en absoluto. Sigues siendo parte activa del cosmos y existen dentro de ti millones de partes chiquitas que vibran y siguen brillando y haciéndote arder.

Pero un día, sin quererlo, de repente, después de desayunar un vaso de soja y media tableta de chocolate, te percatas hábilmente de que ya no hay en ti ninguna parte chiquita que brille y que -subyacente a ello- no sientes absolutamente nada. Así, sin más. Ni alegría ni rabia. Un espacio tan hueco en ti que, súbitamente, te inunda de dentro a afuera. 

Qué intensa enajenación mental. Y entonces te terminas el vaso de leche, coges el bolso y te vas al hospital. Y allí corres de arriba a abajo trece jodidas horas de tu vida que no sirven para nada más. Y entonces te -mal-duermes con la fría pero esperanzadora idea de que, con un poquito de suerte, mañana al levantarte, tras cepillarte los dientes y mirarte al espejo, volverás a sentir algo.

Pero oye, no. Te levantas otra vez y ahí está. Una especie de hueco, un vacío, un agujero, una oquedad. En el cuadrante superior izquierdo de tu cuerpo. Apagadito, calladito, cauteloso, reservado. ¿Dónde coño están tus partes chiquitas que brillaban?

Y los días pasan y las noches se suceden y ese hueco dentro de ti se va haciendo cada vez más y más y más grande y -subyacente a ello- sólo sientes rabia, pena y desesperación. Y, seamos realistas, al principio estuve unos cuantos días triste pero -por dios- ¿qué ser humano, emotivo, afectuoso y real sería capaz de aguantar tal desidia algo más de tres días seguidos?

Pues nada, lo tapé. Al principio el huequito asomaba a diario y me reclamaba su trocito de espacio dentro de mi pero -intencionadamente- lo ignoré. Un día y otro y sucedieron más días y luego más semanas y luego llegué a éste instante. Así es como dicen que acaba todo en la vida, algo de desgana, abandono, desinterés.

Lo curioso de la vida es que sientes cosas. Y supongo que, en el rincón más profundo de nuestro ser, es eso en cierta medida lo que nos mueve a dejarnos llevar, vivir desenfrenadamente y estrellarnos con y contra las personas y los momentos.

Pero claro, yo no sentía nada. Esa constante toma de decisiones, esa manera de pasar por la vida, la real pero inexistente creencia de que me movía por algo que me llenara en algún plano más que personal.
No existía, me daba completamente igual. Y qué hay peor en la vida que te de todo absolutamente igual.

Y entonces llegó el tiempo de hacer tonterías sin porqués. Contactar con gente que te ha echo trizas en el pasado sin que apenas te duela es de lo peor. Entonces contactas, hablas, quedas, sonríes, te ríes, bailas, escribes, comes, duermes, bebes y... -de repente- empiezas a sentir.
De nuevo, otra vez, despacito, una noche, a las cuatro de la madrugada, un agudo y minúsculo sonido de un mensaje llegó. Y entonces sientes.
Y entonces ese hueco del pecho vuelve a aparecer y, aunque tratas de callarlo, ya no quiere irse más. Y se queda y duerme contigo y te mira al espejo y aquí a mi lado en el sofá está.

Entonces todo se convierte en una lucha inútil, constante y agotadora entre ese hueco de tu pecho y tú. Él quiere dormir, tú no. Él quiere comer, tú no. Él quiere que te partan el corazón, tú no.

Y, así porque sí, un día te miras al espejo y te das cuenta de que no sabes muy bien dónde estás. Hay unos ojos que debieran ser tuyos y esa boca que debiera sentir al besar pero... sin porqués... simplemente, no sientes nada.

No sé, todo muy loco. A veces tengo ganas de darme una hostia muy fuerte a ver qué pasa después.

Ni que decirlo tiene, me partieron otra vez el corazón. Todo lo demás ha sido (mal)vivir. 

El peor daño de mi vida me lo infringí yo. Qué duro todo eso. Sabes que te haces mayor cuando tus defectos son tan sólidos como tus convicciones.
Y entonces te decides.

De esto que pierdes la mitad de tu vida por el camino y que recuerdas cómo se te clavaba el dolor por las noches. Y cambias, evolucionas, te come la vida, te come la gente, te destrozan por dentro, te mueres de pena, de soledad, lloras como una cría, te hundes, te dejas ir, te rindes ante los problemas, dejas que te absorban y se hagan una bonita mantita con tu piel.. en definitiva; te mueres terriblemente a ratos.
Ya sabéis, todo muy triste.

Hace mucho tiempo el tío que me partió el corazón me aconsejó:

Aléjate de todo lo que te quita el aire. Aléjate de todo lo que te presiona el corazón y las entrañas. Déjalo ir, déjalo marchar. No te aferres más. Aléjate de la ira, de la angustia, de la insatisfacción. Aléjate de lo que duele, y hazlo lejos.

Y oye, tuvo razón.

Y entonces lo dejé ir.





Tal vez madurar sea poder irse 
sin dar el portazo ni decir adiós.








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My madness keeps me sane.