Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


domingo, 7 de febrero de 2016

Ya me quito yo la venda de los ojos, que tú no sabes.



Todo lo sucedido podría meterlo en una cajita con un lazo plateado y tirarlo al mar. 
Ay, el mar... Cuánto echo de menos el mar. Caminar por la arena. Sentir la brisa. Cerrar los ojos. Dejarme llevar.

La experiencia de mi vida, podría decir. Aún a sabiendas de todo lo que ha habido detrás.
Cuando abandoné aquella tierra de luces y sombras nunca imaginé que todo esto llegaría a formar parte de mí así. Tan real, tan profundo, tan comerme viva día a día.
Puede ser que, en efecto, todo se materialice en la repugnante y asombrosa idea de que un día todos nos vamos a morir.
Así, sin más.
Creo que lo más bonito de la casualidad es que nadie puede arrebatártela. Opino lo mismo -también- de esforzarse por conseguir algo a medida que nos morimos. Cuando la vida me come, a ratos y muy despacito, aún me acuerdo de todas las veces que alguien me ha erizado la piel.
Un café al amanecer, un paseo por el río, locuras con gente a tu lado que siguen haciéndote creer.

En el fondo todo es así. Seguir caminando, caerte y levantarte. Evitando las lecciones de moralidad -que profundamente odio- la vida nunca deja de ser una cosa rarísima.
Y no sé, me gustaba más cuando me podía esconder si las cosas iban mal. Pero no. Creo que nunca sabré si mi acierto se encuentra en lo que digo o en lo que no.
Y bien. Existe cierto culto absurdo a las ausencias.
Incoherente, necio, inconsecuente.

La principal causa de desilusión es la expectativa. Ya sé, lo que peor llevo del tiempo es que me da la razón.

No sé. Yo también me canso de creer que puedo con todo, fíjate.









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My madness keeps me sane.