Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


lunes, 25 de julio de 2016

George.



Una hora y media delante de un folio en blanco y un lápiz de color. 

Hoy se me está asfixiando el alma y no soy capaz de escribir cuatro líneas sin tener que respirar.

Uno se pasa media vida tratando de imaginar cómo será la muerte. 

Sin más. 
Te pasas toda la vida imaginando cómo será el instante en el que te mueras o cómo será cualquier instante en el que tu padre o tu hermano dejen de pestañear. Y lloras, claro. 
Cómo no llorar.

Dicen que simplemente es muchísimo más doloroso que toda la tristeza del mundo que te hayas podido imaginar jamás. Que no existe descripción alguna, que la música es silencio y que la soledad es tan inabarcable que no sabes ni cómo respirar. 

Y... bueno. Llevo cuarenta y ocho horas seguidas cuidando de un hombre de noventa y tantos años que un par de días se va a morir. No sé exactamente porqué, pero George me recuerda terriblemente a Óscar. 
Una sensación inexplicable de impotencia y ansiedad.

Llegué hace un año a éste lugar y creo que es el primer día de mi vida en el que he podido sentir mi profesión bajo la piel.
Y joder.
Entonces la vida se acerca suavemente por detrás y delicadamente te quita la venda de los ojos. Despacito, para que el dolor se vaya diluyendo poco a poco. Sientes una brisa suave que permanece un instante junto a ti antes de que la luz de paso a toda esa oscuridad. 
Y ya está,
ante ti, 
la realidad.
Sola, fría, desgastada.

Qué difícil todo.
Creo que me he cansado de esperar la casualidad de mi vida. 

De verdad espero,
ojalá no os pase nunca.

La muerte es, simplemente, algo sórdido y terrible. No hay poesía para la muerte. Tampoco redención. Ni entendimiento. Ni dignidad alguna.
No hay una puta mierda en la muerte, salvo la propia muerte.








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My madness keeps me sane.