Salvarle a alguien la vida para destrozársela tú.


jueves, 8 de julio de 2021

Dicen las estrellas que los fugaces somos nosotros.

Dicen que la vida es un amasijo de decisiones. 

Decisiones que tomamos, decisiones que nos imponen, decisiones en las que inevitablemente nos vemos envueltos.

Y yo me pregunto; ¿No será el destino un compendio enorme de decisiones pasadas? ¿No será que todas esas decisiones, buenas o malas, a las que algún día nos quisimos agarrar están dinamitando este justo instante?

Recuerdo muchas decisiones mal tomadas de mi vida en otro país, pero lo que verdaderamente rememoro es esa sensación extraña de ser arrastrada por una fuerza que apenas sabía reconocer.
Una fuerza ensordecedora; a veces triste, a veces suave y melancólica. 

Recuerdo que pasé mucho tiempo allí y la mayor parte de las veces siempre quería estar en algún otro lugar. 
Siempre con esa sensación de dejarme llevar por el viento helado de aquella ciudad. 
Como una especie de fuerza motriz que hacía que todo girara en torno a ella. 
Un dejarse hacer, un arrastrarse por las circunstancias. 
La percepción de que mi trayectoria estaba equivocada, que estaba errando todo el tiempo y no era capaz de reconducir nada en absoluto.

Cada instante pensaba lo mismo; ‘Seguro que el finde que viene será diferente.’
Y ahí estaba, cualquier noche ciega de amor y alcohol, acabando a las cinco de la mañana en casa de algún desconocido. 

Todo eran luces, casi relámpagos, que no me dejaban poner los pies sobre el suelo y plantarme a decidir. También pensaba, ‘todo esto está pasando por algo’, pero luego inevitablemente me di cuenta de que lo que yo llamaba destino, la vida lo llamaba ineptitud.

Algo parecido a la rutina, un poco de desaliento por todas partes. Un rumbo errático, una dirección equivocada.

Llegaba a aquella estación del Norte y caminaba lentamente hasta la plaza de la bolsa admirando tantísima belleza en esa ciudad… y de repente me veía envuelta en grupos de gente que no me importaban en absoluto. 

Temblaba. Me acuerdo que cuando volvía a Londres siempre llegaba allí temblando. En el tren, en el metro hasta llegar a casa. A veces de emoción, a ratos de desencanto. Y mi mejor amiga siempre me decía lo mismo: ‘Tienes que tomar las riendas de tu propia vida.’

Y yo siempre susurraba: ‘Todo esto está pasando por algo’. 

Y ese algo fueron meses y meses interminables de estar rodeada de gente mientras me sentía increíblemente sola. Allí estaba, bailando, fumando, bebiendo, encima de alguna tarima… y cuando llegábamos a casa apenas podía sostenerme en pie. Y al caer rendida en la cama siempre pensaba… ‘¿Ésta es mi vida? ¿Esto es lo que quiero recordar?'

Y me sentía ajena a mi propia historia. Haciendo cosas que no quería hacer, arrastrándome por las decisiones de los demás. No era cuestión de que yo quisiera o no hacer algo en concreto, no era si ponerme o no un vestido bonito, si salir o no a la pista, si terminar la noche en un sitio u otro… todo aquello que sentía era mucho más trascendental. Era como si fuera una extraña dentro de mi propia vida.

No sé muy bien explicarlo, sé a ciencia cierta que no estoy bien de la cabeza. 
Y sin acritud, tampoco me importa demasiado.

Pero un día aprendí que tratar de darle forma a lo que sentimos es otra manera de despertar. De darle luz a la vida, de transitar por tu propia realidad de un modo más revelador.

Apenas recuerdo a muchas personas que conocí allí, pero sí que recuerdo esa sensación pesada de ser derrumbada por las circunstancias. Daban un poco igual mis deseos o la calidad del momento que yo quería autoexigir, al final siempre acabamos borrachos en cualquier bar a las tantas de la mañana. 
Y entonces volvía a Londres, trabajaba a más no poder durante unos pocos días, esperaba aquel tren en St Pancras Station y vuelta a empezar.

Esa impresión de que la vida se me escapaba de las manos. De que no era capaz de agarrarla y se esfumaba entre mis dedos. Una especie de resistencia al transcurso de la propia existencia.

Y yo no sabía muy bien si debatirme entre la decepción o el resentimiento, pero todo tenía tan poco sentido… y entonces me sentaba en cualquier plaza mientras llovía o incluso nevaba y de repente empezaba a sentirme viva otra vez. 
De cuando aún adoraba la lluvia, esas perlas del trascender. 

Somos nuestras decisiones. 

Creo que me cercioré de que el destino no es más un cuento para críos pequeños y que cada paso que das hacía adelante inevitablemente te resta uno hacia atrás. El doble filo de Mr Nobody.

Así me siento un poco ahora. Apesadumbrada, autoexigida, una batalla campal.
’La chica de las dudas infinitas’’, me decían. Y yo me reía, pensando que todo el mundo estaba exagerando.

Con el tiempo he aprendido que no exageraban. Si acaso, que infravaloraban. 
Una tormenta real dentro de mi cabeza a todas horas, un caos indisoluble.

Recuerdo que lo intentaba acallar todo y que a veces hasta lo conseguía. 

Pero esa sensación jamás desaparecía, sólo bajaba un poco el volumen. Daba igual si cenábamos a la intemperie o si nos quedábamos viendo las luces de colores de aquella majestuosidad. 
Ahí estaba, conmigo, mientras que yo me dedicaba a intoxicarme de sueños, preguntas y dudas.

Ay, mi cabecita.

Supongo que con el tiempo aprendí a hacer migas con ella. A hacerme poco a poco su compañera. 
A cuidarla, a quererla, a comprenderla, a pensar que ese sentimiento de inadaptada en algún momento desaparecería.

Pero nunca lo ha hecho. 

Aquí está conmigo.

Abracémosla fuerte.






No hay comentarios:

Publicar un comentario

Mi foto
My madness keeps me sane.